Adriàn N. Escudero
El día que no amaneció
a Edgardo A. Pesante. In memoriam
(16-01-32/22-03-88) .
El
cielo estaba como enrejado, como oscuramente abovedado. Estaba en vilo.
Esperando el cumplimiento de la maldita profecía aramea introducida en la
cultura tolteca. Según ella, los signos emanados de La Estrella de la Mañana,
aseguraban que el tiempo se había cumplido. Decían que vendría pronto la
insidiosa Oscuridad y que el Día no volvería a amanecer. O el final de las
texturadas alboradas volcánicas.
Aspiró
entonces como un animal en celo el frescor nocturno, hilvanado en las hasta ese
instante y sólo por una brevedad casual, verdes praderas de hombres altos,
magos, hechiceras, elfos, enanos, hobbits, orcos, unicornios, bestias
indómitas, reptiles y saurios aterradores. Pero nada sabía de la existencia de
El Revelador. Y Tolkien vagaría aún y por más de 150 millones de años, como un
espíritu desconocido para su estrenada conciencia vital. Y si todo sucedía como
estaba previsto, ¿dónde prendería y apagaría el esplendor de su fuego
primordial?
Se
había quedado quieto ante aquel lúgubre presagio que hacía tronar su doble fila
de dientes y colmillos con un lacónico rumrum, mezcla de ansiedad y presentido
estupor agónico. Y un llanto como de cenizas recién inauguradas, pareció
enrojecer aún más su mirada ayer altiva y ahora rotundamente cabizbaja… El sol
no se anunciaba. Tampoco el fulgor de algún extremo racimo de relámpago. La
quietud de esa tarde noche, ausente del chillido de los pájaros sobrevolando el
valle de la Gran Montaña, era un signo que jamás hubiera deseado escuchar.
Quizás porque aquel velamen de pequeñas criaturas, era como una ronda diaria
que anunciaba el comienzo y el final de cada jornada. Al igual que el enjambre
de peces que, día tras día, hacían funcionar y desde un hábitat acuoso virginal
-al compás de los vientos serranos-, el luminoso reloj de la existencia
escondida en una miríada de especies latiendo, tic tac, desde el fondo
verdiazul de los lagos y de las crestas porosas de las lomadas de la comarca
terrenal…
Y
tardaba. Alguien, alguna vez, lo había anticipado. Anticipado que, El
Vigilante, ya no tendría que tutelar a nadie más en la planetaria redondez de
aquel cielo duramente encapotado. Un cielo abroquelado en cada una de sus moléculas,
negando al Sol la complaciente alborada con la que, el cuchillo de luces
perfiladas daba calor y vida a su primigenio mundo. ¿Salvaje? (…)
De
pronto, un detalle del que extrañamente no había dado cuenta, le hizo pensar
que la Oscuridad había llegado. Ya. Ya. Y alzó vuelo. Fue como unos cincuenta
formidables metros aquel desperezo de lagarto alado. Sólo unos kilómetros a la
redonda y todo se confirmaba. Las fogatas en aldeas humanas e inhumanas, no
aparecían por ningún rescoldo traspasado por su proverbial visión de ave
prehistórica de caza. Sin embargo, El Vigilante, no se dio por vencido. Y
atravesó como un rayo toda la superficie de su mundo cruelmente amenazado y
rumbo a la extinción total.
La
completa ausencia de luz solar había comenzado un proceso de descomposición
orgánica y mineral, y el panorama en extensas áreas del planeta ya no era ni
verde, ni marrón ni azul. Su aguda facultad visual y poderosa audición, fueron
más que suficientes para describir, con extrema certeza, las condiciones alarmantes
y sobrecogedoras con que la realidad visible e invisible del planeta se
manifestaba…
El
color ocre comenzaba a dominar la escena y pintaba con un cándido pero lóbrego
matiz mortuorio, hasta el más mínimo rescoldo de nichos de pichones famélicos,
de frondas y vegetales sedientos, y oasis de tierras fértiles disipadas
áridamente en una nube rumorosa de polvo volátil y rocas desgranadas… Corrido
el telón de lo inexorable, los ríos mostraban la barrosa sequedad de sus lechos
mustios. Y los mares y océanos, y los gélidos árticos comenzaban, desde una
profundidad abismal, la vaporosa e imparable difuminación hacia lo Alto,
mixturando sus aguas salobres con la opacidad creciente del cielo encadenado,
abroquelado y renegrido, pero sin señales de tormenta alguna. Y tal condición
crepuscular, inaudita y extraña, podía observarse como un fenómeno que había
anulado –finalmente- hasta la espléndida belleza de las auroras boreales.
Con
la desazón cargada sobre el ancho cuerpo, y el corazón protoplasmático de
sangre fría latiendo de furia en su interior, con ondas asistemáticas y
espumosas al borde de un estrepitoso infarto, El Vigilante regresó a la cima de
la Gran Montaña. Afirmó con fuerza sus garras ciclópeas. Estaba solo… Alisó los
dientes e hizo crujir los cónicos colmillos, agitó las alas laterales y
estremeció su impenetrable piel gruesa y rugosa. Estaba solo. Solo. Era un Rey
al que nadie podía ni deseaba destronar. Hinchó el hocico y abanicó sus cuernos
y alas punzantes como las de un pterodáctilo. Solo. Completamente solo. Ni
siquiera la corta visita a los huesos de sus antepasados, lo había consolado. Y
peor todavía cuando tomó conocimiento de que su estirpe real, no tendría
heredero… Y si el mundo volviera a recobrarse millones de años después, su estampa
única sería tal vez, o confundida con sus no muy lejanos primos, los
saurópsidos dinosaurios, o tenida por una creación imaginaria de fantásticos
narradores de cuentos para jóvenes y niños…
Pero
antes de que viniera la Oscuridad y su agobiante silencio de muerte, tuvo
tiempo para prepararse como el Insigne Caballero Alado que había sido, hasta
ese desdichado destino de su sentenciado, egregio mundo material. Así, con
elegante presteza, alzó el cuerpo de rasgos serpentinos elevando sus dos
saúricas patas delanteras, y, acollarando el cuerpo junto a las traseras cuanto
pudo, desplegó en tenaza sus curvas y filosas garras para otear, por última
vez, el horizonte oculto por la celestial bóveda ominosa; y despidió, con
hidalgo furor, una gruesa bocanada de fuego, girando sobre sí como las agujas
de un reloj desconocido… Luego, enjuagó su lengua con saliva agria y lechosa,
recogió su gigantesca cola de aletas escamadas con motas de color metálico y
polimorfético, y cerró los ojos hinchados por un llanto demorado de siglos... Y
si nada podía hacer por ese mundo agonizante, también su hora había llegado.
Solo. Un brutal estremecimiento de tan
nervada masa muscular, hizo temblar a la Gran Montaña y su cadena de eslabones.
Al cabo, y a gatas, como un pequeño pichón de tigre, Quatzalcoatl, el último,
inteligente, bondadoso, sabio y bellísimo Dragón Dorado sobre la tierra, apagó
el brillo de sus metálicas escamas y exhaló un último suspiro, y, con él, las
fuerzas supremas que lo animaran…
Al
instante, la Oscuridad llegó, como estaba escrito desde el Primer Principio,
para hacerlo presa y sepultarlo finalmente junto a los suyos, cuando la Gran
Montaña y la Sagrada Caverna donde habitara -en la cúspide soberana de un risco
inaccesible-, se desplomaran estrepitosamente sin más sobre sí mismas.
Ello, bajo un tronar espantoso que nadie
llegó a escuchar tras el segundo e histórico Apocalipsis evolutivo que,
Alguien, había desatado ahora con la fuerza de un enorme, brutal meteorito que
golpeó a La Tierra… El nuevo supercontinente Gondwana se había originado -sobre
los restos geológicos de Rodinia, Pannotia y Pangea- descentrando al planeta de
su eje rotatorio y revirando a todo el Orden Existencial…
(…)
Concluía
el calendario Jurásico de la historia Mesozoica. Estratigrafía futura mediante.
Y ese Alguien comenzaría -también ahora- a barajar y dar de nuevo, con las
cartas de eones, eras, períodos y épocas, un interminable juego de naipes
astrales llamado Solitario.-
Narrador,
ensayista
Santa
Fe (Argentina)
Pubicò:
: Los Últimos Días; Breve Sinfonía y Doctor de Mundos I (El Sillón de los
Sueños).
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