La leyenda que cuenta cómo surge la flor que conocemos como
Mburukuja (Mbya Ayvu y Ava Ñe’ẽ), Pasionaria (Lengua Castellana), Maracujá (Lengua Portuguesa).
Mburukuja era una hermosa doncella española que había llegado a las tierras de los Guaraníes acompañando a su padre, un capitán del ejército de la Corona.
En realidad, su padre ya había decidido que ella desposara a un capitán a quién él creía digno de obtener la mano de su única hija.
Cuando le revelaron los planes de matrimonio, la joven suplicó que no la condenaran a consumirse junto a un hombre que ella no amaba, pero sus ruegos solamente lograron encender el enojo de su padre. La doncella lloró desconsolada, tratando de conmover el inflexible corazón de su padre, pero el viejo capitán no sólo confirmó su decisión sino que además le informó que debería permanecer confinada en la casa hasta que se celebrara boda.
Mburukuja debió contentarse con ver a su amado desde la ventana de su habitación, ya que no estaba autorizada a salir a los jardines por la noche y difícilmente lograba burlar la vigilancia paterna. Sin embargo, envió a una criada de su confianza para que lo informara sobre su triste futuro.
El joven guaraní no se resignó a perder a su amada, y todas las noches se acercaba a la casa intentando verla. Durante horas vigilaba el lugar, y sólo cuando se percataba de que los primeros rayos del sol podían delatar su posición se retiraba con su corazón triste, aunque no sin antes tocar una melancólica melodía en su flauta.
Mburukuja no podía verlo, pero esos sonidos llegaban hasta sus oídos y la llenaban de alegría, ya que confirmaban que el amor entre ambos seguía tan vivo como siempre. Sin embargo una mañana ya no fue arrullada por los agudos sones de la flauta. En vano esperó noche tras noche la vuelta de su amado. Imaginó que el joven guaraní podría estar herido en la selva, o que tal vez había sido víctima de alguna fiera, pero no se resignaba a creer que hubiese olvidado su amor por ella.
La dulce niña se sumió en la tristeza. Su piel, antes blanca y brillante como las primeras nieves, se volvió gris y opaca, y sus ojos ya no volviendo a brillar. Sus rojos labios, que antes solían sonreír, se cerraron en una triste mueca para que nadie pudiera enterarse de su pena de amor. Permaneció sentada frente a su ventana, soñando con ver aparecer algún día a su amante. Luego de varios días vio entre los matorrales cercanos la figura de una vieja india. Era la madre de su enamorado, quien acercándose a la ventana le contó que el joven había sido asesinado por el capitán, quien había descubierto el oculto romance de su hija.
Tomó una de las flechas de su amado, y luego de pedirle a la mujer que una vez que todo estuviera consumado cubriera sus tumbas y los dejara descansar eternamente juntos, la clavó en medio de su pecho. Mburukuja se desplomó junto al cuerpo de aquel que en vida había amado.
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