Nagduam. La
leyenda de Yunen,
el niño mapuche
Chau, que es
como Yunen
llamaba a su
padre, tendió la
manta al lado de
la escalera del
Mall Periferia,
un poco más
alejado del
centro de la
ciudad. Encima
puso los frutos
que ese día se
disponía a
vender. Hoy
tocaba vender
maquis. Le
gustaba el día
que le tocaba
ese fruto
porque, por sus
características
antioxidantes,
era muy
apreciado y en
breve los
tendría todos
vendidos. Eso le
haría volver más
pronto a casa.
Poco tardaría en
salir de su
optimismo ya que
al poco tiempo
de estar
instalado,
aparecieron dos
corpulentos
operarios a
sueldo que
trabajan para el
gerente del Mall.
Con desprecio,
le desparramaron
toda la fruta
por la acera y
le golpearon
fuertemente
hasta que logró
cubrirse para no
recibir más
lesiones que no
fueran las
magulladuras de
los impactos.
Tras varias
patadas en el
suelo, se fueron
por donde habían
venido, no sin
antes advertirle
que no volviera
más. Cosa que
todos sabían que
no iba a
cumplir. Chau se
dispuso a
recoger lo que
pudo salvar de
la fruta y se
fue cabizbajo
con la cara muy
marcada por los
golpes.
Yunen, un niño
mapuche de unos
diez años, está
haciendo los
deberes de la
escuela mientras
su madre zurce
unos calcetines
de su padre que,
desolado, está
colocando los
productos que va
a llevar a
vender ese día.
Cargó los maquis
que pudo salvar
del día anterior
y unas pocas
zanahorias que
le trajo su
vecino de
huertas.
Mostraba
indudables
señales en la
cara de la
paliza a la que
fue sometido y
eso le tenía
triste y
atemorizado. Se
le notaba el
miedo de tener
que volver al
sitio donde, día
a día, vendía
productos
cultivados en su
propio huerto.
Era la única
manera de llevar
algo de dinero a
casa. Así
siempre con el
miedo porque
sabe que vendrán
a echarlos, como
hacen a menudo,
con la porra y
sin piedad ni
control.
El silencio y
las miradas
bajas de los
tres lo rompe el
niño
preguntando:
—¿Por qué me
pusieron Yunen
de nombre? Es
que aquí nos
marcó la
profesora una
tarea para que
lo expliquemos
en clase mañana.
El padre,
sentándose a su
lado, le
acarició el
pelo, orgulloso
de que su hijo,
sin la menor de
las
oportunidades,
se esforzase en
estudiar y, como
siempre decía:
«para que sea
más listo».
—Yunen,
en mapuche,
significa «el
que va delante».
Quizás sea por
eso que los
dioses hacen que
quieras estudiar
mucho, para que
algún día puedas
vivir en la
ciudad.
—De verdad, te
lo pusimos
porque fuiste
nuestro primer
hijo, dijo la
madre. Queríamos
que fueras el
primero de
muchos.
—¿Sabes,
Chau?,
me
gustaría
tener
más
hermanos
—respondió el
niño—, así
podríamos hacer
muchas cosas y
jugar juntos.
—Pero no podrá
ser, Yunen, mamá
sufrió mucho
durante tu parto
y ya no podrá
tener más hijos,
así que nos
tendremos que
conformar con
querernos los
tres solos.
—Claro, Chau,
siempre
estaremos
juntos.
Esta última
afirmación de
Yunen volvió a
sumir en la
tristeza de la
incertidumbre a
su padre,
temeroso de que
en alguna
revuelta fuese
detenido y
encarcelado, o
lo que peor
temía: muerto.
—Chau, no
entiendo por qué
esos señores no
te dejan vender
ahí. ¿Por qué
ellos pueden
vender maqui
dentro del mall
y tú no lo
puedes vender
fuera?
—Es largo de
contar hijo.
Esas tierras,
donde ahora está
el mall,
pertenecieron en
otro tiempo a
los mapuches.
Nuestros
antepasados eran
fuertes
guerreros que no
se dejaron
doblegar por las
tropas
españolas.
Siempre les
ganamos las
batallas. Por la
fuerza, no ha
habido ningún
pueblo que haya
podido con
nosotros. Pero
fueron pasando
los tiempos y
con acuerdos y
engaños cada vez
nos fueron
quitando más y
más tierras.
—¿Y por qué
no
nos
las
devuelven, si
son nuestras?
—preguntó
inocentemente el
niño.
—Pues
precisamente por
eso, Yunen,
porque ahora
esas tierras se
las han dado a
señores muy
poderosos que
quieren seguir
ganando mucho
dinero con
ellas. Ellos
quieren vender
sus frutas y no
dejan que nadie
vaya a vender
las suyas.
Quieren todo el
dinero para
ellos.
Una reportera y
un fotógrafo
estaban,
cansados de
esperar,
sentados en la
escalera del
Mall Periférico.
Hoy llegaría el
alcalde a
inaugurar unas
nuevas
instalaciones de
recreo para
niños. Serán las
más grandes que
un recinto
comercial
tendría en todo
el estado.
Aburridos,
comentan lo
ingrato que es
la profesión de
periodismo
cuando sólo te
mandan a
reportajes de
sociedad. La
reportera cuenta
al fotógrafo,
que siempre la
mira con algo
más que cariño,
que ella estudió
periodismo para
hacer
investigación y
no para escribir
artículos
políticamente
correctos y
manipulados.
«Pero, claro,
una come del
trabajo que le
dan», solía
sentenciar
cuando de este
tema se trataba.
El fotógrafo le
empezó a relatar
sus planes sobre
que al año
siguiente
viajaría a
España, con su
primo que emigró
hace años y ya
tenía una
pequeña empresa
de publicidad.
De repente
apareció Yunen
cerca de la
escalera donde
estaban sentados
los dos
reporteros y
comenzó a
golpear con una
piedra en la
pared de mall.
Los reporteros
que lo vieron,
se miraron
atónitos. «¿Qué
hace este niño?
¿No tiene otra
cosa en que
entretenerse?».
Yunen les
sonrió. La
sonrisa le saca
una frase a la
reportera.
—Mira el niño,
le dijo al
fotógrafo, es
feliz haciendo
algo por lo que
no va a cobrar
ningún dinero. A
veces, la
felicidad está
en las cosas más
sencillas.
Se giró a Yunen
y le preguntó:
—Oye, niño, ¿se
puede saber qué
haces golpeando
en la pared?
—Es que voy a
derribar el mall
—le contestó el
niño con un halo
de esperanza en
la cara.
—¿Y por qué? —le
preguntó más que
intrigada.
—Es que mi padre
me ha dicho que
el alcalde, que
es el que más
manda, no le
quiere devolver
estas tierras a
los mapuches que
son los
verdaderos
dueños. Por eso
yo voy a
derribarlo. Le
golpearé con la
piedra hasta que
cada vez se vaya
haciendo más y
más pequeño.
Los reporteros
no daban crédito
a lo que estaban
oyendo, se
miraron y se
sonrieron. El
fotógrafo rápido
se levantó para
fotografiar a
Yunen golpeando
la pared.
Además, se
notaba que le
estaban gustando
las fotos porque
empezó a tomarse
en serio sacar
un buen
reportaje.
—Pero tardarás
toda la vida en
derribar el mall,
le dijo la
reportera con un
tono de
incredulidad de
lo que estaba
pasando.
—Sí, pero mi
profesora
siempre me ha
dicho que con
paciencia se
consiguen las
cosas. Si
estudio mucho,
con paciencia
seré un buen
trabajador y si
trabajo mucho,
con paciencia
seré un buen
padre.
—¿Cómo te
llamas? —se
empezó a
interesar.
—Yunen
—contestó el
niño sin dejar
de golpear con
la piedra en la
pared.
—Pero es que se
necesita algo
más que
paciencia para
derribar un mall
—le informó,
atónita,
mientras el
reportero seguía
sacando fotos—.
¿Y vas a venir
todos los días?
—le interrogó,
interesada
—¿Sabes cómo se
dice paciencia
en mapuche…?
Nagduam —le dijo
el niño con una
sonrisa que
estaba empezando
a enamorar a la
reportera.
—Y tú tienes
mucha nagduam,
¿verdad?
El niño volvió a
sonreír y la
reportera
escribió la
palabra «nagduam»
en su libreta de
trabajo. De
repente llegó el
alcalde y todos
los presentes se
agolparon para
verlo salir del
coche oficial.
El fotógrafo
hizo cientos de
fotos. A la
mañana
siguiente, la
prensa, bien
pagada por la
gerencia del
Mall, se hizo
eco de la
inauguración del
parque de recreo
infantil. El
periódico local
presentaba una
gran foto en
portada con el
alcalde y el
gerente
saludando a la
muchedumbre y en
ella, al fondo,
se podía ver a
Yunen golpeando,
solitariamente,
la pared del
mall con la
piedra que tenía
en su pequeña
mano.
Al día
siguiente, Yunen,
fiel y
disciplinado
consigo mismo,
volvió a la
pared, que ya se
empezaba a notar
bastante
golpeada, para
empezar su
incansable labor
de intentar
arrancar
trocitos del
mármol con el
que estaba
recubierto el
mall. Solo y a
su infinita
labor, levantó
la cabeza cuando
alguien le
preguntó:
—¿Y tu padre?
¿Dónde está tu
padre?
La reportera se
acercó con la
libreta de notas
en la mano y se
sentó al lado
del niño.
—Mi padre quiere
recuperar estas
tierras porque
son de los
mapuches para
así poder vender
aquí sus frutas.
Pero no sabe
cómo hacer para
recuperarlas. Él
no tiene lo que
hay que tener
—contestó el
chico, con una
inmadurez
impropia de su
corta edad.
—No tiene qué… ¿nagduam?
—Claro. Y yo
derribaré este
mall porque cada
vez que lo
golpeo se irá
haciendo más
pequeño
—contestó con
una seguridad
inquietante.
La madre de
Yunen tuvo que
vendarle la mano
del niño un día,
mientras
escuchaba el
relato que le
contaba. Le
pareció una
locura que se
fuera por las
tardes a
derribar el mall.
Es verdad que no
ha derribado
nada todavía
pero el niño le
prometió que lo
iba a conseguir.
La madre le puso
la merienda a su
hijo y se puso a
imaginar. Vio un
futuro de
lesiones y caras
magulladas con
los que llegaría
a casa de mayor,
justo como le
pasaba a su
padre.
Yunen llegó ese
día un poco más
tarde, porque
las tareas del
colegio no hay
que
descuidarlas.
Cando divisó su
trozo de pared
machacado, se
asombró
sobremanera.
Había cuatro
niños más
golpeando la
pared con
piedras. Pensó:
«Si somos más,
tardaremos
menos». Se
alegró. Al ir a
golpear, se dio
cuenta de que la
reportera lo
estaba
esperando. Le
preguntó por la
venda en la mano
y tras la
respuesta del
chico, le sacó
una foto con su
cámara de
bolsillo que
siempre llevaba
encima por si
surgía la
noticia.
El titular del
periódico
dominical no
podía ser más
explícito. Sangre
mapuche intenta
derribar el mall y
una foto de la
mano de Yunen
vendada y
ensangrentada
después de
seguir
golpeando.
Hoy, cuando
Yunen iba a
seguir con su
trabajo con los
amigos que hizo
el día anterior,
se queda
congelado. Más
de 50 niños
estaban
golpeando con
piedras la
pared. El ruido
se tornaba más
ensordecedor
cuando te ibas
acercando a
ellos. Todo se
detuvo cuando
aparecieron
cuatro miembros
de seguridad del
mall. Venían
bien
pertrechados
portando una
especie de
barras de metal.
La misión no era
otra que la de
echar de allí a
los niños.
Cuando se fueron
acercando a
ellos, les
salieron al paso
unos cuantos
individuos de
aspecto indígena
para cortarles
el paso e
intimidarles.
Ante la
diferencia en
número, los
operarios
decidieron
retirarse
prudentemente.
Nadie, por la
fuerza, ha
ganado la
batalla al
pueblo mapuche y
eso lo sabían
todos.
Durante los días
siguientes hubo
muchos
enfrentamientos.
Mientras los
niños seguían
golpeando el
mall, los padres
les protegían de
la policía que
cargaba contra
ellos. El padre
del pequeño
mapuche, siguió
llegando a casa
con la cara
marcada más de
una vez.
En la prensa, la
reportera empezó
a contar, por
entregas, la
historia del
pequeño Yunen,
el niño que
quería derribar
el mall con una
piedra. Al chico
le gustaba verse
en los
periódicos.
Entre ellos,
comenzó una
amistad que duró
muchos años.
Cuando flojeaba
en matemáticas
iba a casa de la
reportera —que,
con el tiempo,
se enteró de que
se llamaba
Valentina—, para
clases de apoyo.
Fue creciendo
siendo el número
uno en los
estudios y
saliendo en la
prensa, de vez
en cuando, con
proyectos e
ideas novedosas
que se le
ocurrían para
que los
campesinos
pudieran
cultivar mejor y
con menos
esfuerzo. Cuando
llegó a la
Universidad,
casi todos le
reconocían por
el pasillo y
algunos de los
que le ayudaron
a golpear cuando
eran niños
seguían con él,
estudiando y
ayudándole en
sus quehaceres
como
representante de
los alumnos en
la Junta Rectora
de la
Universidad.
Al terminar su
etapa académica
tuvo su primera
oferta de
trabajo en las
oficinas de Mall
Periferia, aquel
que tanto empeño
puso en
derribar. A los
tres años le
ascendieron a
jefe de
negociado. Había
conseguido
abaratar los
precios de
compra de los
frutos,
subvencionando a
los agricultores
para que
pudieran comprar
nuevas
maquinarias. A
los ocho años de
trabajo, se
convirtió en el
Gerente de Mall
más joven de
todo el país.
Su primera
medida fue
conseguir que
todos los
productos de la
huerta se le
compraran a los
indígenas
mapuches.
Consiguió que el
alcalde les
cediera tierras
para nuevas
plantaciones.
Los productos,
ahora, serían
más baratos y
más frescos para
el consumidor.
Esto produjo el
efecto deseado
en el que todas
las partes
implicadas
tenían
beneficio. Los
mapuches tenían
más tierras y
trabajo estable,
los ciudadanos
productos más
ricos y
económicos y el
mall ganó en
beneficios un 20
por ciento más
que el año
anterior. Esto
lo puso en
primera línea en
todos los
periódicos y en
todos los
círculos
financieros del
estado.
Una tarde fue a
ver a Verónica,
que estaba
orgullosa de ser
la responsable
de cuidar de la
imagen de aquél,
que ya no es tan
niño. Traía una
carta y se la
dio a ella para
que la leyera.
Era un escrito
en el que el
mismísimo
alcalde le
invitaba a
formar parte de
su gabinete de
gobierno con la
intención de
presentarlo como
su sustituto en
las próximas
elecciones
municipales.
—Con nagduam
todo se
consigue, mi
pequeño Yunen
—le dijo ella
con una gran
sonrisa
cómplice.
—Con paciencia
no conseguí
derruir el mall,
pero derribé la
barrera que
separaba a mi
padre de un
trato justo por
parte de la
sociedad. Si
algún día soy
alcalde, mi
pueblo volverá a
tener tierras
para que siga
perviviendo esa
raza a la que
nadie, por la
fuerza, ha
podido someter.
Hoy en día,
aquel inocente
niño es alcalde,
su padre vende
todos los frutos
directamente al
mall y tiene a
su cargo a
veinte
trabajadores y
la reportera que
comenzó todo
esto hace giras
por el país
presentando su
libro Yunen.
El niño que
quiso derribar
el mall.
Productor, guionista y realizador audiovisual y de espectáculos.
Las Palmas de Gran Canaria (España)
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