viernes, 17 de marzo de 2017

Luis Alberto Serrano


 Nagduam. La leyenda de Yunen, el niño mapuche
 
Chau, que es como Yunen llamaba a su padre, tendió la manta al lado de la escalera del Mall Periferia, un poco más alejado del centro de la ciudad. Encima puso los frutos que ese día se disponía a vender. Hoy tocaba vender maquis. Le gustaba el día que le tocaba ese fruto porque, por sus características antioxidantes, era muy apreciado y en breve los tendría todos vendidos. Eso le haría volver más pronto a casa.
Poco tardaría en salir de su optimismo ya que al poco tiempo de estar instalado, aparecieron dos corpulentos operarios a sueldo que trabajan para el gerente del Mall. Con desprecio, le desparramaron toda la fruta por la acera y le golpearon fuertemente hasta que logró cubrirse para no recibir más lesiones que no fueran las magulladuras de los impactos. Tras varias patadas en el suelo, se fueron por donde habían venido, no sin antes advertirle que no volviera más. Cosa que todos sabían que no iba a cumplir. Chau se dispuso a recoger lo que pudo salvar de la fruta y se fue cabizbajo con la cara muy marcada por los golpes.
 
Yunen, un niño mapuche de unos diez años, está haciendo los deberes de la escuela mientras su madre zurce unos calcetines de su padre que, desolado, está colocando los productos que va a llevar a vender ese día. Cargó los maquis que pudo salvar del día anterior y unas pocas zanahorias que le trajo su vecino de huertas. Mostraba indudables señales en la cara de la paliza a la que fue sometido y eso le tenía triste y atemorizado. Se le notaba el miedo de tener que volver al sitio donde, día a día, vendía productos cultivados en su propio huerto. Era la única manera de llevar algo de dinero a casa. Así siempre con el miedo porque sabe que vendrán a echarlos, como hacen a menudo, con la porra y sin piedad ni control.
El silencio y las miradas bajas de los tres lo rompe el niño preguntando:
—¿Por qué me pusieron Yunen de nombre? Es que aquí nos marcó la profesora una tarea para que lo expliquemos en clase mañana.
 
El padre, sentándose a su lado, le acarició el pelo, orgulloso de que su hijo, sin la menor de las oportunidades, se esforzase en estudiar y, como siempre decía: «para que sea más listo».
Yunen, en mapuche, significa «el que va delante». Quizás sea por eso que los dioses hacen que quieras estudiar mucho, para que algún día puedas vivir en la ciudad.
—De verdad, te lo pusimos porque fuiste nuestro primer hijo, dijo la madre. Queríamos que fueras el primero de muchos.
—¿Sabes,    Chau?,   me    gustaría   tener   más   hermanos —respondió el niño—, así podríamos hacer muchas cosas y jugar juntos.
—Pero no podrá ser, Yunen, mamá sufrió mucho durante tu parto y ya no podrá tener más hijos, así que nos tendremos que conformar con querernos los tres solos.
—Claro, Chau, siempre estaremos juntos.
Esta última afirmación de Yunen volvió a sumir en la tristeza de la incertidumbre a su padre, temeroso de que en alguna revuelta fuese detenido y encarcelado, o lo que peor temía: muerto.
—Chau, no entiendo por qué esos señores no te dejan vender ahí. ¿Por qué ellos pueden vender maqui dentro del mall y tú no lo puedes vender fuera?
—Es largo de contar hijo. Esas tierras, donde ahora está el mall, pertenecieron en otro tiempo a los mapuches. Nuestros antepasados eran fuertes guerreros que no se dejaron doblegar por las tropas españolas. Siempre les ganamos las batallas. Por la fuerza, no ha habido ningún pueblo que haya podido con nosotros. Pero fueron pasando los tiempos y con acuerdos y engaños cada vez nos fueron quitando más y más tierras.
—¿Y  por  qué  no   nos   las   devuelven,  si   son  nuestras?  —preguntó inocentemente el niño.
—Pues precisamente por eso, Yunen, porque ahora esas tierras se las han dado a señores muy poderosos que quieren seguir ganando mucho dinero con ellas. Ellos quieren vender sus frutas y no dejan que nadie vaya a vender las suyas. Quieren todo el dinero para ellos.
 
Una reportera y un fotógrafo estaban, cansados de esperar, sentados en la escalera del Mall Periférico. Hoy llegaría el alcalde a inaugurar unas nuevas instalaciones de recreo para niños. Serán las más grandes que un recinto comercial tendría en todo el estado. Aburridos, comentan lo ingrato que es la profesión de periodismo cuando sólo te mandan a reportajes de sociedad. La reportera cuenta al fotógrafo, que siempre la mira con algo más que cariño, que ella estudió periodismo para hacer investigación y no para escribir artículos políticamente correctos y manipulados. «Pero, claro, una come del trabajo que le dan», solía sentenciar cuando de este tema se trataba.
El fotógrafo le empezó a relatar sus planes sobre que al año siguiente viajaría a España, con su primo que emigró hace años y ya tenía una pequeña empresa de publicidad. De repente apareció Yunen cerca de la escalera donde estaban sentados los dos reporteros y comenzó a golpear con una piedra en la pared de mall. Los reporteros que lo vieron, se  miraron atónitos. «¿Qué hace este niño? ¿No tiene otra cosa en que entretenerse?». Yunen les sonrió. La sonrisa le saca una frase a la reportera.
—Mira el niño, le dijo al fotógrafo, es feliz haciendo algo por lo que no va a cobrar ningún dinero. A veces, la felicidad está en las cosas más sencillas.
Se giró a Yunen y le preguntó:
—Oye, niño, ¿se puede saber qué haces golpeando en la pared?
—Es que voy a derribar el mall —le contestó el niño con un halo de esperanza en la cara.
—¿Y por qué? —le preguntó más que intrigada.
—Es que mi padre me ha dicho que el alcalde, que es el que más manda, no le quiere devolver estas tierras a los mapuches que son los verdaderos dueños. Por eso yo voy a derribarlo. Le golpearé con la piedra hasta que cada vez se vaya haciendo más y más pequeño.
Los reporteros no daban crédito a lo que estaban oyendo, se miraron y se sonrieron. El fotógrafo rápido se levantó para fotografiar a Yunen golpeando la pared. Además, se notaba que le estaban gustando las fotos porque empezó a tomarse en serio sacar un buen reportaje.
—Pero tardarás toda la vida en derribar el mall, le dijo la reportera con un tono de incredulidad de lo que estaba pasando.
—Sí, pero mi profesora siempre me ha dicho que con paciencia se consiguen las cosas. Si estudio mucho, con paciencia seré un buen trabajador y si trabajo mucho, con paciencia seré un buen padre.
—¿Cómo te llamas? —se empezó a interesar.
Yunen —contestó el niño sin dejar de golpear con la piedra en la pared.
—Pero es que se necesita algo más que paciencia para derribar un mall —le informó, atónita, mientras el reportero seguía sacando fotos—. ¿Y vas a venir todos los días? —le interrogó, interesada
—¿Sabes cómo se dice paciencia en mapuche…? Nagduam —le dijo el niño con una sonrisa que estaba empezando a enamorar a la reportera.
—Y tú tienes mucha nagduam, ¿verdad?
El niño volvió a sonreír y la reportera escribió la palabra «nagduam» en su libreta de trabajo. De repente llegó el alcalde y todos los presentes se agolparon para verlo salir del coche oficial. El fotógrafo hizo cientos de fotos. A la mañana siguiente, la prensa, bien pagada por la gerencia del Mall, se hizo eco de la inauguración del parque de recreo infantil. El periódico local presentaba una gran foto en portada con el alcalde y el gerente saludando a la muchedumbre y en ella, al fondo, se podía ver a Yunen golpeando, solitariamente, la pared del mall con la piedra que tenía en su pequeña mano.
Al día siguiente, Yunen, fiel y disciplinado consigo mismo, volvió a la pared, que ya se empezaba a notar bastante golpeada, para empezar su incansable labor de intentar arrancar trocitos del mármol con el que estaba recubierto el mall. Solo y a su infinita labor, levantó la cabeza cuando alguien le preguntó:
—¿Y tu padre? ¿Dónde está tu padre?
La reportera se acercó con la libreta de notas en la mano y se sentó al lado del niño.
—Mi padre quiere recuperar estas tierras porque son de los mapuches para así poder vender aquí sus frutas. Pero no sabe cómo hacer para recuperarlas. Él no tiene lo que hay que tener —contestó el chico, con una inmadurez impropia de su corta edad.
—No tiene qué… ¿nagduam?
—Claro. Y yo derribaré este mall porque cada vez que lo golpeo se irá haciendo más pequeño —contestó con una seguridad inquietante.
La madre de Yunen tuvo que vendarle la mano del niño un día, mientras escuchaba el relato que le contaba. Le pareció una locura que se fuera por las tardes a derribar el mall. Es verdad que no ha derribado nada todavía pero el niño le prometió que lo iba a conseguir. La madre le puso la merienda a su hijo y se puso a imaginar. Vio un futuro de lesiones y caras magulladas con los que llegaría a casa de mayor, justo como le pasaba a su padre.
 
Yunen llegó ese día un poco más tarde, porque las tareas del colegio no hay que descuidarlas. Cando divisó su trozo de pared machacado, se asombró sobremanera. Había cuatro niños más golpeando la pared con piedras. Pensó: «Si somos más, tardaremos menos». Se alegró. Al ir a golpear, se dio cuenta de que la reportera lo estaba esperando. Le preguntó por la venda en la mano y tras la respuesta del chico, le sacó una foto con su cámara de bolsillo que siempre llevaba encima por si surgía la noticia.
El titular del periódico dominical no podía ser más explícito. Sangre mapuche intenta derribar el mall y una foto de la mano de Yunen vendada y ensangrentada después de seguir golpeando.
 
Hoy, cuando Yunen iba a seguir con su trabajo con los amigos que hizo el día anterior, se queda congelado. Más de 50 niños estaban golpeando con piedras la pared. El ruido se tornaba más ensordecedor cuando te ibas acercando a ellos. Todo se detuvo cuando aparecieron cuatro miembros de seguridad del mall. Venían bien pertrechados portando una especie de barras de metal. La misión no era otra que la de echar de allí a los niños.
Cuando se fueron acercando a ellos, les salieron al paso unos cuantos individuos de aspecto indígena para cortarles el paso e intimidarles. Ante la diferencia en número, los operarios decidieron retirarse prudentemente. Nadie, por la fuerza, ha ganado la batalla al pueblo mapuche y eso lo sabían todos.
Durante los días siguientes hubo muchos enfrentamientos. Mientras los niños seguían golpeando el mall, los padres les protegían de la policía que cargaba contra ellos. El padre del pequeño mapuche, siguió llegando a casa con la cara marcada más de una vez.
En la prensa, la reportera empezó a contar, por entregas, la historia del pequeño Yunen, el niño que quería derribar el mall con una piedra. Al chico le gustaba verse en los periódicos. Entre ellos, comenzó una amistad que duró muchos años. Cuando flojeaba en matemáticas iba a casa de la reportera —que, con el tiempo, se enteró de que se llamaba Valentina—, para clases de apoyo.
Fue creciendo siendo el número uno en los estudios y saliendo en la prensa, de vez en cuando, con proyectos e ideas novedosas que se le ocurrían para que los campesinos pudieran cultivar mejor y con menos esfuerzo. Cuando llegó a la Universidad, casi todos le reconocían por el pasillo y algunos de los que le ayudaron a golpear cuando eran niños seguían con él, estudiando y ayudándole en sus quehaceres como representante de los alumnos en la Junta Rectora de la Universidad.
Al terminar su etapa académica tuvo su primera oferta de trabajo en las oficinas de Mall Periferia, aquel que tanto empeño puso en derribar. A los tres años le ascendieron a jefe de negociado. Había conseguido abaratar los precios de compra de los frutos, subvencionando a los agricultores para que pudieran comprar nuevas maquinarias. A los ocho años de trabajo, se convirtió en el Gerente de Mall más joven de todo el país.
Su primera medida fue conseguir que todos los productos de la huerta se le compraran a los indígenas mapuches. Consiguió que el alcalde les cediera tierras para nuevas plantaciones. Los productos, ahora, serían más baratos y más frescos para el consumidor. Esto produjo el efecto deseado en el que todas las partes implicadas tenían beneficio. Los mapuches tenían más tierras y trabajo estable, los ciudadanos productos más ricos y económicos y el mall ganó en beneficios un 20 por ciento más que el año anterior. Esto lo puso en primera línea en todos los periódicos y en todos los círculos financieros del estado.
Una tarde fue a ver a Verónica, que estaba orgullosa de ser la responsable de cuidar de la imagen de aquél, que ya no es tan niño. Traía una carta y se la dio a ella para que la leyera. Era un escrito en el que el mismísimo alcalde le invitaba a formar parte de su gabinete de gobierno con la intención de presentarlo como su sustituto en las próximas elecciones municipales.
—Con nagduam todo se consigue, mi pequeño Yunen —le dijo ella con una gran sonrisa cómplice.
—Con paciencia no conseguí derruir el mall, pero derribé la barrera que separaba a mi padre de un trato justo por parte de la sociedad. Si algún día soy alcalde, mi pueblo volverá a tener tierras para que siga perviviendo esa raza a la que nadie, por la fuerza, ha podido someter.
 
Hoy en día, aquel inocente niño es alcalde, su padre vende todos los frutos directamente al mall y tiene a su cargo a veinte trabajadores y la reportera que comenzó todo esto hace giras por el país presentando su libro Yunen. El niño que quiso derribar el mall.

Productor, guionista y realizador audiovisual y de espectáculos.
Las Palmas de Gran Canaria (España)
              

No hay comentarios:

Publicar un comentario